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La Solidaridad

La Solidaridad  

La solidaridad es uno de los principios básicos de la concepción cristiana de la organización social y política, y constituye el fin y el motivo primario del valor de la organización social. Su importancia es radical para el buen desarrollo de una doctrina social sana, y es de singular interés para el estudio del hombre en sociedad y de la sociedad misma.

Junto con los de autoridad, personalidad, subsidiaridad y bien común, la solidaridad es uno de los principios de la filosofía social. Se entiende por regla general que, sin estos cinco principios, la sociedad no funciona bien ni se encamina hacia su verdadero fin.

La verdadera solidaridad, aquella que está llamada a impulsar los verdaderos vientos de cambio que favorezcan el desarrollo de los individuos y las naciones, está fundada principalmente en la igualdad radical que une a todos los hombres. Esta igualdad es una derivación directa e innegable de la verdadera dignidad del ser humano, que pertenece a la realidad intrínseca de la persona, sin importar su raza, edad, sexo, credo, nacionalidad o partido.

Juan Pablo II lo expresa claramente. El ejercicio de la solidaridad dentro de cada sociedad es válido sólo cuando sus miembros se reconocen unos a otros como personas. Aquí el término persona aparece para llamar nuestra atención hacia un aspecto que es esencial dentro de un estudio bien encausado de la solidaridad. La solidaridad en el sentido que nosotros la entendemos existe sólo entre personas.

Se ha querido aplicar algunas veces la palabra solidaridad a la relación que puede existir, por ejemplo, entre un ser humano y un animal o, aún más ampliamente, entre un ser humano y su entorno ecológico. Nosotros no podemos concebir una solidaridad verdadera entre un humano y un animal, sino acaso una relación de mutua necesidad o de interdependencia; la misma que encontramos en el hombre que cuida la naturaleza; pero no podemos llamar a eso, de ninguna manera, solidaridad.

La solidaridad, esencialmente, debe ser dirigida al ser humano. La persona humana es principio y fin de la solidaridad. El acto solidario debe ser hecho en beneficio de una persona, ya sea directa o indirectamente. De esta manera, puedo verdaderamente ayudar a otras personas si favorezco el cuidado de un ecosistema, para que otros puedan disfrutar ordenadamente de sus beneficios. El ser humano puede servirse de todos los bienes naturales, de manera ordenada, para su beneficio. Desde este punto de vista, la naturaleza no puede ser para la solidaridad un fin, sino un medio. A fin de cuentas, el ser humano es quien debe recibir el bien, ya sea de manera directa o indirecta.

La solidaridad, ya lo hemos dicho, se enriquece y alcanza su plenitud cuando se le adhiere la virtud de la caridad, cuando se realiza por amor, cuando se convierte en entrega. Nadie ama más que el que da la vida por sus hermanos. El verdadero amor al prójimo, la verdadera caridad y entrega, se manifiestan en eso: en dar la propia vida. No sólo bienes materiales, sino la vida entera. Desde este punto de vista, uno de los mayores ejemplo de solidaridad y entrega en nuestros tiempos tal vez lo encontremos en la Madre Teresa de Calcuta, quien no conoció límite alguno para esa entrega personal a los necesitados.

¿Acaso no es obvio al ojo observador que la falta de solidaridad no conduce a otra cosa que al aletargamiento de la civilización y la falta de desarrollo conjunto de todos los hombres? La falta de solidaridad no sólo afecta a los necesitados, o a los países en desarrollo, o a los ignorantes. La falta de solidaridad se revierte en contra nuestra, y nos afecta tan directamente como a los más necesitados. Ser solidarios con los demás, podemos decir, es ser solidarios con nosotros mismos, pero de una manera genuina, legítima. Preocuparnos por nosotros y por los nuestros es lícito, pero no a costa de los demás, sino de la mano de los demás, colaborando con el desarrollo de todos.

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